Lo
que más le gusta de las noches de tormenta es subir a la buhardilla y asomarse
al ventanuco que da al mar. Contempla el cielo ennegrecido y la lluvia
golpeando el paisaje con verdadero arrobo. Aunque el ruido de las nubes
chocando entre sí le sobresalta, no tiene miedo. Es más, le gusta la sensación.
La
imagen que más le impresiona es la de los rayos impactando contra el rocoso
acantilado a pocos metros de la mansión. La luz eléctrica ilumina el paisaje
durante breves segundos proyectando tenebrosas sombras que hacen volar su
imaginación.
Contrariamente
a lo que pueda parecer, este espectáculo no hace que se desvele. Una vez que se
retira a sus aposentos y se resguarda bajo las pesadas mantas disfruta de un
sueño reparador.
A la
mañana siguiente, aún siendo el mismo paisaje, lo que se ve a través del
cristal de la ventana es totalmente diferente. El acantilado ya no resulta tan
aterrador sin los rayos cayendo sobre él. De todas maneras el niño se sigue
sintiendo fascinado por aquel corte vertical de la tierra. Quizá sea porque
tiene terminantemente prohibido acercarse allí.
Le
dicen que es muy pequeño aún para alejarse tanto de la casa y como eso no
resulta, le intentan asustar hablándole de extraños monstruos que habitan entre
las rocas. Pero él no se cree nada. Y es que, cuando creen que él no escucha,
que no se entera, hablan de otro niño que él no conoce, mientras la madre
solloza y el padre intenta consolarla.
Texto y fotos: Geno Mesa